Por Teodoro Barajas Rodríguez
23 de Septiembre del 2016
En los últimos tiempos los escándalos de corrupción han sido prolíficos, ningún partido escapa a los señalamientos e imputaciones, la opacidad se empoderó para dar paso a una galopante impunidad como muestrario claro del catálogo de malas artes arraigadas.
El cinismo es un elemento omnipresente en una clase política que suele destacarse por brutal, todos contra todos, sin ideología, la confrontación carente de argumentos pero plagada de histeria. Modernos ayatolas arengan a las masas para derribar un Estado laico que parece tener esa particularidad sólo en el discurso porque hace mucho comenzó a diluirse entre la hipocresía y la tibieza.
Casi no se registra el debate razonado, nuestro país no tiene grandes referentes al respecto, la lucha por el poder ofrece otro catálogo remarcado por la neurosis y sembradores de veneno.
Incluso ahora que estamos en el llamado Mes de la Patria son muchos los disensos respecto a nuestra historia como nación, el positivismo nos legó un estilo de interpretación que comienza y concluye en el bronce, a los héroes nacionales se les dibujó en el Olimpo, exentos de errores, grandiosos, los villanos terminaron en un basurero. Maniqueísmo puro.
En cada lapso temporal nuestro país enfrenta peligros, amenazas y toda una serie de acontecimientos aunque en la actualidad está partido, el disenso ha llegado como propaganda, el futurismo arrecia con la mirada puesta en el reloj de 2018. La política no es ciencia exacta, resulta prematuro vaticinar algún escenario porque los imponderables y variaciones suelen definir coyunturas.
No obstante, son muchos los temas pendientes que requieren del abordaje claro como contundente, algunos gobernadores han modernizado los cacicazgos para generar retrocesos, son impresentables como Javier Duarte, los latrocinios no se extinguieron.
Los signos de los tiempos se pueden leer fácilmente, por ejemplo, muchos de los actores políticos de la actualidad desconocen la historia por ello en diversos sentidos parecen ir en contra, una regresión que parece situarnos de nueva cuenta en la oscuridad medieval ante la andanada de un sector de la jerarquía católica a través de organizaciones fachada para propagar el odio, la intolerancia y otras prendas que no tienen conexión alguna con los auténticos postulados del cristianismo que exalta el amor al prójimo.
Algunos actores políticos no atinan a leer algunos libros básicos para conocer más de la identidad del mexicano, por ejemplo Octavio Paz y Samuel Ramos que legaron un par de textos fundamentales como El laberinto de la soledad y Perfil del hombre y la cultura en México.
En fin, el presente refleja un caudal de males que se resisten a morir, entre la codicia de una clase política que extravió la brújula para navegar entre dogmas, desperfectos y una lista interminable de equívocos. La mediocridad ha sido una evidente constante.
La rendición de cuentas es sepultada por la nebulosa opacidad que sirve como elemento para mantener el auge de hechos escandalosos en los que la corrupción es visible. El Estado de derecho se convirtió hace rato en un acto de simulación.
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